martes, 18 de septiembre de 2007

Discurso sobre el Espíritu Positivo - Auguste Comte


Significados de la palabra positivo
(Discurso preliminar sobre el espíritu positivo)
Considerada en primer lugar en su acepción más antigua y común, la pala­bra positivo designa lo real, por oposición a lo quimérico: en este aspecto con­viene plenamente al nuevo espíritu filosófico, caracterizado así como con­sagrado constantemente a las investigaciones verdaderamente asequibles a nuestra inteligencia, con exclusión permanente de los impenetrables misterios que la embarazaron, especialmente en su infancia. En un segundo sentido, muy próximo al precedente, pero distinto, indica el contraste entre lo útil y lo inútil: recuerda así, en filosofía, el debido destino de todas nuestras justas es­peculaciones en pro de la mejora continua de nuestra condición, individual y colectiva en lugar de la vana satisfacción de una curiosidad estéril. Su tercer significado usual señala la oposición entre la certeza y la indecisión: indica así la aptitud característica de tal filosofía para construir espontáneamente la armonía lógica en el individuo y la comunión espiritual entre toda la especie, en vez de aquellas dudas indefinidas y aquellas discusiones interminables que necesariamente suscitaba el antiguo régimen mental. Una cuarta acepción or­dinaria, frecuentemente confundida con la anterior, consiste en oponer lo pre­ciso a lo vago: este sentido recuerda la tendencia constante del verdadero espíritu filosófico a obtener en todo el grado de precisión compatible con la naturaleza de los fenómenos y conforme con la exigencia de nuestras verdade­ras necesidades, mientras que la antigua manera de filosofar conducía necesa­riamente a opiniones vagas, por no implicar la indispensable disciplina y regir­se por la sumisión a una autoridad sobrenatural.
Hay que subrayar, por último, una quinta aplicación, menos usada que las otras aunque igualmente universal: el empleo de la palabra positivo como lo contrario de negativo. En este sentido, indica una de las más eminentes pro­piedades de la verdadera filosofía, mostrándola especialmente destinada por su naturaleza no a destruir, sino a organizar. Los cuatro caracteres generales que acabamos de recordar la distinguen a la vez de todos los modos posibles —teológicos o metafísicos—propios de la filosofía inicial. Mas esta última significación, que indica una tendencia continua del nuevo espíritu filosófico, ofrece hoy especial importancia para caracterizar directamente una de sus principales diferencias, no ya con el espíritu teológico, que fue, durante mucho tiempo, orgánico, sino con el espíritu metafísico propiamente dicho que jamás ha podido ser más que critico. Cualquiera que haya sido, en efecto, la acción disolvente de la ciencia real, siempre fue indirecta y secundaria: su mismo defecto de sistematización ha impedido hasta ahora que pudiera ser de otro modo, y el gran papel orgánico que ahora se le confiere, se opondría en adelante a tal atribución accesoria y superflua. La sana filosofía rechaza radi­calmente, es cierto, todas las cuestiones necesariamente insolubles; pero, al explicar tal repudio, evita negar algo respecto a ellas, pues ello contradeciría a ese desuso sistemático que debe, por sí solo, acarrear la extinción de todas las opiniones verdaderamente indiscutibles. Más imparcial y tolerante para con ellas, en vista de su común indiferencia, que pudieran serlo sus opuestos partidarios, se atiende a apreciar históricamente su influencia respectiva, las condiciones de su duración y las causas de su decadencia, sin pronunciar ja­más negación absoluta alguna, ni aun tratándose de las doctrinas más antipá­ticas al estado actual de la razón humana entre los pueblos cultos.
El único carácter esencial del nuevo espíritu filosófico que no hemos espe­cificado aún dentro de la palabra positivo es su tendencia necesaria a sustituir en todo a lo absoluto por lo relativo. Pero este gran atributo, científico y lógi­co a la vez, es tan inherente a la naturaleza fundamental de los conocimientos reales, que su consideración general no tardará en unirse íntimamente a los di­versos aspectos que esta fórmula combina ahora, cuando el moderno régimen intelectual, parcial y empírico hasta aquí, pase en general al estado sistemáti­co. La quinta acepción que acabamos de apreciar es especialmente apropiada para determinar esta última condensación del nuevo lenguaje filosófico, ple­namente constituido desde entonces, según la evidente afinidad de las dos pro­piedades. Se concibe, en efecto, que la naturaleza absoluta de las viejas doctri­nas—teológicas o metafísicas—determinase necesariamente a cada una de ellas a resultar negativa respecto a todas las demás, so pena de degenerar ella misma en un absurdo eclecticismo. Pero, al contrario, la nueva filosofía, gracias a su genio relativo puede apreciar siempre el valor propio de las teorías que le sean más opuestas, sin acabar en vanas concesiones, capaces de alterar la niti­dez de sus miras o la firmeza de sus decisiones.

Caracteres generales de la filosofía positiva
(Del Discurso preliminar sobre el conjunto del positivismo)
Considerando en su conjunto esta sumaria apreciación del espíritu funda­mental del positivismo, hay que notar ahora que todos los caracteres esen­ciales de la nueva filosofía se resumen espontáneamente en la calificación que le apliqué desde su nacimiento. En efecto, todas nuestras lenguas occidentales Concuerdan en indicar con la palabra positivo y sus derivados los dos atributos de realidad y utilidad, cuya combinación bastaría para definir de aquí en ade­lante el verdadero espirito filosófico, que no puede ser, en el fondo, sino el buen sentido generalizado y sistematizado. Este mismo término recuerda tam­bién en todo el Occidente las cualidades de certeza y precisión que distinguen profundamente a la razón moderna de la antigua. Una última acepción uni­versal caracteriza sobre todo la tendencia directamente orgánica del espíritu positivo, separándole, a pesar de la alianza preliminar, del mero espíritu metafísico, que sólo puede ser critico: se anuncia así el destino social del posi­tivismo, para reemplazar al teologismo en el gobierno espiritual de la humani­dad.
Esta quinta significación del titulo esencial de la sana filosofía conduce naturalmente al carácter siempre relativo del nuevo régimen intelectual, ya que la razón moderna no puede dejar de ser critica frente al pasado si no re­nuncia a todo principio absoluto. Cuando el público occidental haya comprendido esta última conexión, no menos real que las precedentes, aunque más escondida, lo positivo vendrá a ser definitivamente inseparable de lo rela­tivo, como ya lo es de lo orgánico, lo preciso, lo cierto, lo útil y lo real. En esta condensación gradual de los principales titulas de la verdadera sabiduría hu­mana en torno de una feliz denominación, sólo falta la reunión, necesa­riamente más tardía, de los atributos morales a los simples caracteres intelec­tuales. Aunque hasta ahora esta fórmula decisiva recordase sólo a éstos, la marcha natural del movimiento moderno permite asegurar que la palabra po­sitivo tomará finalmente un destino aun más relativo al corazón que al espíritu.
Esta última extensión se cumplirá cuando se haya apreciado dignamente cómo, en virtud de esta realidad, única que le caracteriza, el impulso positivo lleva hoy a hacer prevalecer sistemáticamente el sentimiento sobre la razón, asé como sobre la actividad. Por tal transformación, el nombre de filosofía to­mará para siempre el noble destino inicial que recuerda su etimología y que só­lo se ha hecho realizable tras la reciente conciliación de las condiciones mora­les con las mentales, de acuerdo a la fundación definitiva de la verdadera cien­cia social.
Objeto de la filosofía positiva
(Curso de filosofía positiva)
En el estado primitivo de nuestros conocimientos no existe división regular alguna entre nuestros trabajos intelectuales: todas las ciencias son cultivadas simultáneamente por los mismos espíritus. Este modo de organización de los estudios humanos—inevitable y aun indispensable, como comprobaremos más tarde—cambia poco a poco a medida que se desarrollan los diversos ór­denes de concepciones. Por una ley cuya necesidad es evidente, cada rama del sistema científico se separa insensiblemente del tronco cuando ha crecido lo suficiente como para sostener una cultura independiente; es decir, cuando es capaz de poder ocupar por sé sola la actividad permanente de algunas inteli­gencias. A este reparto de las diversas clases de investigaciones entre diversos grupos de sabios, debemos evidentemente el desarrollo tan notable que ha to­mado en nuestros días cada rama de los conocimientos humanos y que de­muestra la imposibilidad, para los modernos, de aquella universalidad de in­vestigaciones especiales, tan fácil y común en los tiempos antiguos. En una pa­labra, la división del trabajo, intelectual, perfeccionada cada vez más, es uno de los atributos característicos más importantes de la filosofía positiva.
Pero, aun reconociendo los prodigiosos resultados de esta división y aun viendo en ella la verdadera base fundamental de la organización general del mundo sabio, hay que comprender también los capitales inconvenientes que engendra en su estado actual por la excesiva particularidad de ideas que ocu­pan exclusivamente cada inteligencia individual. Tan perjudicial efecto es has­ta cierto punto inevitable, como inherente al principio mismo de la división, es decir, que en modo alguno llegaremos a igualar a los antiguos, cuya superiori­dad en esto se basaba principalmente en el poco desarrollo de sus conocimien­tos. Pero podemos—creo—por medios convenientes, evitar los efectos más perniciosos de la especialidad exagerada, sin perjudicar la influencia vivifica­dora de la distribución de las investigaciones.
En efecto, basta hacer del estudio de las generalidades científicas una gran especialidad más. Que una nueva clase de sabios, preparados por una educa­ción conveniente, sin entregarse al cultivo especial de ninguna rama particular de la filosofía natural y considerando las diversas ciencias positivas en su esta­do actual, se ocupe exclusivamente de determinar con precisión el espíritu de cada una, de descubrir sus relaciones y su encadenamiento y de resumir, si es posible, todos sus principios propios en el menor número de principios comu­nes, ajustándose siempre o las máximas fundamentales del método positivo. Que, simultáneamente, los otros sabios, antes de entregarse a sus respectivas especialidades, se dispongan, mediante una educación que abarque el conjun­to de los conocimientos positivos, a aprovechar inmediatamente la Ilustración extendida por estos sabios dedicados al estudio de las generalidades, y unos y otros, recíprocamente, a rectificar sus resultados, estado de cosas a que se aproximan de día en día los sabios actuales.
Este es el destino que yo preveo para la filosofía positiva en el sistema ge­neral de las ciencias positivas propiamente dichas. (...)
Cuando se trata no sólo de saber lo que es el método positivo, sino de tener de él un conocimiento lo bastante claro y profundo como para utilizarlo efec­tivamente, hay que considerarlo actuando: hay que estudiar las diversas y grandiosas aplicaciones bien comprobadas que de él ha hecho ya el espíritu humano. En una palabra, sólo es posible llegar a él mediante el examen filosó­fico de las ciencias. No es posible estudiar el método aisladamente de las inves­tigaciones en que se emplea, o resulta un estudio muerto, incapaz de fecundar el espíritu que a él se dedique. Todo lo real que de él se puede decir cuando se lo enfrenta en abstracto, se reduce a generalidades tan vagas que en nada Afluirán sobre el régimen intelectual. Si alguien establece lógicamente que nuestros conocimientos deben fundarse en la observación, que debemos pro­ceder a veces de los hechos a los principios y a veces de los principios a los hechos, u otros aforismos análogos, conocerá mucho menos el método que si ha estudiado un poco profundamente una sola ciencia positiva, aun sin inten­ción filosófica. Por haber desconocido este hecho esencial, nuestros psicólo­gos son inducidos a tomar sus ilusiones como ciencia, creyendo comprender el método positivo por haber leído los preceptos de Bacon o los discursos de Descartes.
No sé si más adelante se podrá hacer a priori un verdadero curso de méto­do totalmente independiente del estudio filosófico de las ciencias; pero estoy seguro de que hoy es irrealizable, pues los grandes procedimientos lógicos no pueden aún ser explicados con la precisión suficiente aisladamente de sus apli­caciones. Me atrevo a añadir, además, que, aun cuando tal empresa pudiese realizarse inmediatamente—lo que, en efecto, es concebible—, sólo por el es­tudio de las aplicaciones regulares de los procedimientos científicos podría­mos llegar a formarnos un buen sistema de hábitos intelectuales, objeto esen­cial del método. (...)
Considerando, a través de este curso, la sucesión de las diversas clases de fenómenos naturales, haré resaltar cuidadosamente una ley filosófica muy im­portante y totalmente inadvertida hasta hoy, cuya primera aplicación quiero señalar aquí. Consiste en que, a medida que los fenómenos que hay que estu­diar son más complicados, resultan más susceptibles, por su naturaleza, de medios de exploración más extensos y variados, sin que, desde luego, haya exacta compensación entre el crecimiento de las dificultades y el aumento de éstos; por ello, a pesar de esta armonía, las ciencias dedicadas a los fenóme­nos más complejos—siguiendo la escala enciclopédica establecida desde el co­mienzo de esta obra—son las más imperfectas. Así, los fenómenos astronó­micos, por ser los más simples, deben ser los que se encuentran con medios de exploración más limitados.
Nuestro arte de observar se compone, en general, de tres procedimientos diferentes: primero, observación propiamente dicha, o sea, examen directo del fenómeno tal como se presenta naturalmente; segundo, experimentación, o sea, contemplación del fenómeno más o menos modificado por circunstan­cias artificiales que intercalamos expresamente buscando una exploración más perfecta, y tercero, comparación, o sea, la consideración gradual de una serie de casos análogos en que el fenómeno se vaya simplificando cada vez más. (...)

El lugar de la sociología
(Sistema de política positiva. Discurso preliminar)
Cuando hemos ordenado todas las leyes abstractas de los diversos modos generales de actividad real, la apreciación efectiva de cada sistema particular de existencia deja enseguida de ser puramente empírico, aunque la mayoría de las leyes concretas nos sean aún desconocidas. Esto es especialmente sensible en el caso más difícil e importante: pues nos basta, evidentemente, conocer las principales leyes—estáticas y dinámicas—de la sociabilidad, para sistematizar convenientemente toda nuestra existencia pública y privada, de modo que perfeccionemos mucho el conjunto de nuestros destinos. Si la filosofía alcanza tal objeto (cosa ya indudable), no habrá que lamentar que no pueda explicar suficientemente todos los regímenes sociales que el tiempo y el espacio presenten a nuestras contemplaciones. Disciplinada por el verdadero sentimiento, la razón moderna sabrá en adelante regular sabiamente tal curiosidad indefinida que consumirla en búsquedas ociosas las débiles facultades especulativas de que la humanidad saca sus más preciosos recursos para su difícil lucha contra los vicios del orden natural. El descubrimiento de las principales leyes concretas podría, sin duda, contribuir mucho a la mejora de nuestros destinos exteriores y aun interiores; en este campo, especialmente, tiene nuestro porvenir científico amplia cosecha. Pero su conocimiento no es en modo alguno indispensable para permitir hoy la sistematización total que debe llenar, respecto al régimen final de la humanidad, el oficio fundamental que en otro tiempo cumplió la coordinación teológica respecto al régimen inicial. Esta inevitable condición no exige sino la mera filosofía abstracta; de suerte que la regeneración sería posible aún cuando la filosofía concreta jamás llegase a ser satisfactoria.
Resulta así, que la construcción de la unidad especulativa se halla tan elaborada en Occidente, que los verdaderos pensadores predispuestos a ella pueden comenzar, sin aplazamientos, la reorganización moral que debe preceder y dirigir a una efectiva reorganización política. Porque la teoría evolutiva antes mencionada constituye, bajo otro aspecto, una sistematización directa de nuestras concepciones abstractas sobre el conjunto del orden natural.
Para comprenderlo, basta tratar a nuestros diversos conocimientos reales como componentes de una ciencia única, la de la humanidad, de la que son preámbulo y desarrollo nuestras demás especulaciones positivas. Pero su elaboración directa exige, evidentemente, una doble preparación fundamental, relativa primero al estudio de nuestra condición exterior y después, al de nuestra naturaleza interior, pues la sociabilidad no sería comprensible sin la suficiente apreciación previa del medio en que se desenvuelve y del agente que la manifiesta. Antes de abordar la ciencia final, es preciso haber esbozado suficientemente la teoría abstracta del mundo exterior y la de la vida individual, para determinar la influencia continua de las leyes correspondientes sobre las que son propias de los fenómenos sociales. Esta preparación no es menos indispensable lógica que científicamente para adaptar nuestra pobre inteligencia a las especulaciones difíciles mediante el suficiente hábito de las fáciles. Finalmente, en esta iniciación doblemente necesaria, preferimos el orden inorgánico al orgánico, ya por la influencia preponderante de las leyes relativas a la existencia más universal sobre los fenómenos propios de la más especial, ya por la expresa obligación de estudiarla, conforme el método positivo, en sus aplicaciones más simples y características. Sería superfluo recordar aquí aún más los principios que mi obra fundamental ha establecido tan ampliamente.
La filosofía social debe, pues, en todos los aspectos, ser preparada por la natural propiamente dicha, primero inorgánica y después orgánica. Esta indispensable preparación de una construcción reservada a nuestro siglo se remonta así hasta la creación de la astronomía en la antigüedad. Los modernos la han completado esbozando la biología, de la que sólo fueron asequibles a los antiguos las nociones estáticas. Pero, a pesar de la subordinación necesaria de estas dos ciencias, su diversidad demasiado pronunciada y su encadenamiento demasiado indirecto impedirán concebir el conjunto del preámbulo fundamental, si, por una condensación exagerada, se intentase reducirle a sus términos extremos. Entre ellos, la química ha venido, en la edad media, a constituir un lazo indispensable que ya permitía entrever la verdadera unidad especulativa, por la sucesión natural de estas tres ciencias preliminares que conducían gradualmente a la ciencia final. Pero tal intermediaria, aunque bastante próxima al término biológico, no bastaría, por estar demasiado alejada del término astronómico, cuyo ascendiente directo exigía el empleo de condiciones artificiosas y aun quiméricas, capaces sólo de una eficacia pasajera. La verdadera jerarquía de las especulaciones elementales no ha podido, por tanto, comenzar a manifestarse hasta el anteúltimo siglo, cuando la física propiamente dicha ha hecho surgir una clase de contemplaciones inorgánicas que llega a la astronomía por su rama más general y a la química por la más especial. Para comprender esta jerarquía de acuerdo a su destino, basta referirla a su necesario origen, elevándola a especulaciones tan simples y universales que su positividad pudiese ser directa y espontánea. Tal es el carácter notorio de las concepciones puramente matemáticas, sin las cuales no podía nacer la astronomía. Sólo ellas constituyen siempre, en la educación individual y en la evolución colectiva, el verdadero punto de partida de la iniciación positiva, como relativas a especulaciones que, aun bajo la más completa dominación del espíritu teológico, suscitan necesariamente cierto remonte sistemático del espíritu positivo, extendido pronta y gradualmente a los temas que antes le estaban más prohibidos.
Conforme a estas sumarias indicaciones, la serie natural de las especulaciones fundamentales se constituye de por sí cuando se alinean, según su generalidad decreciente y su complicación creciente, los seis términos esenciales cu­ya introducción ha sido así determinada, y tal disposición hace resaltar en se­guida sus verdaderas relaciones mutuas. Esta operación coincide, evidente­mente, con la clasificación propia de la teoría evolutiva antes citada, que puede, por tanto, ser concebida como ofertara de una base directa para la sis­tematización abstracta, de donde depende—como acabamos de ver—el con­junto de la síntesis humana. La coordinación usual así establecida entre los elementos necesarios de todas nuestras concepciones reales constituye ya una verdadera unidad especulativa, cumpliéndose el deseo confuso de Bacon sobre la construcción de una escalla intelectui que permitiese a nuestros pensamien­tos habituales pasar sin esfuerzo de los menores a los más eminentes temas o a la inversa, con sentimiento continuo de su íntima solidaridad natural. Cada una de estas seis ramas esenciales de la filosofía abstracta, aunque muy distin­ta en su parte central de sus dos adyacentes, se adhiere profundamente a la precedente por su origen y a la siguiente por su fin. La homogeneidad y la continuidad de tal construcción son más completas si el principio mismo de clasificación, aplicado de modo más especial, determina también la verdadera distribución interior de las diversas teorías que componen cada rama. Por ejemplo, las tres grandes clases de especulaciones matemáticas, primero nu­méricas, después geométricas y finalmente mecánicas, se suceden y coordinan entre sí conforme a la misma ley que preside la formación de la escala funda­mental. Mi tratado filosófico ha demostrado plenamente que semejante armonía interior existe en todo lugar. La serie general constituye así el re­sumen más conciso de las más vastas meditaciones abstractas, y, recí­procamente, todos los estudios especiales bien orientados culminan en otros tantos desarrollos parciales de esta jerarquía universal. Aunque cada parte exige inducciones distintas, cada una recibe de la anterior una influencia deductiva que será siempre tan indispensable para su constitución dogmática como lo fue al principio para su iniciación histórica. Todos los estudios preli­minares preparan así la ciencia final que en adelante actuará sin cesar sobre su cultivo sistemático para hacer prevalecer, al fin, el verdadero espíritu de con­junto, siempre unido al verdadero sentimiento social. Esta indispensable dis­ciplina no resultará opresora, ya que su principio concilia espontáneamente las condiciones permanentes de una sabia independencia con las de un concur­so real. Subordinando, por su propia composición, la inteligencia a la sociabi­lidad, tal fórmula enciclopédica, eminentemente susceptible de popularizarse, coloca todo el sistema especulativo bajo la vigilancia—que es protección—de un público ordinariamente dispuesto a contener, en los filósofos, los diversos abusos inherentes al estado continuo de abstracción que su oficio les exige.

La ley de los tres estados
(Curso de filosofía positiva, lección 57)
Guiado siempre por los principios lógicos sentados en el tomo cuarto acer­ca de la extensión general del método positivo al estudio racional de los fenó­menos sociales, he ido aplicando al conjunto del pasado mi ley fundamental de la evoquen humana, a la vez mental y social, demostrada alón de ese mis­mo volar y consistente en el paso necesario y universal de la humanidad por tres estados sucesivos: el teológico o preparatorio, el metafísico o transito­rio y el positivo final. El acertado uso de esta sola ley me ha permitido explicar científicamente las grandes fases históricas, principales grados sucesi­vos de este invariable desarrollo, apreciando así el verdadero carácter general propio de cada una de ellas, su emanación natural de la precedente y su ten­dencia espontánea hacia la siguiente; de donde luego, por primera vez, la con­cepción usual de un enlace homogéneo y continuo en la serie de los tiempos anteriores, desde el primer destello de la inteligencia y de la sociedad hasta el actual estado refinado de la humanidad. Por inmenso que pueda parecer tal intervalo, hemos visto que se ha ido llenando con los dos primeros grados de la evolución fundamental, constituyendo así el conjunto de la educación preli­minar, intelectual, moral y política, propias de nuestra especie, cuyo estado definitivo no ha podido ser hasta aquí suficientemente esbozado sino con la preparación parcial, aislada y empírica de sus diversos elementos principales. Pero, al menos, hemos reconocido de modo irrecusable, que este lento y peno­so preámbulo de la humanidad, caracterizado por la preponderancia de la imaginación sobre la razón y de la actividad guerrera sobre la pacífica, ha sido totalmente cumplido por los pueblos más avanzados, ya que hemos podido se­guir en toda su extensión el proceso de la era teológica y militar, viendo prime­ro su inicial desarrollo espontáneo, después su completa extensión mental o social, y, finalmente, su irrevocable decadencia, determinada por el acrecenta­miento continuo de la influencia metafísica, bajo el impulso creciente de los brotes positivos Estas tres fases principales de nuestro pasado han correspon­dido exactamente a las tres formas generales que afecta sucesivamente el espíritu teológico, necesariamente fetichista en su iniciación, politeísta en su época esplendorosa y monoteísta durante su inevitable decadencia. La elabo­ración histórica debía, pues, consistir aquí en apreciar especialmente el modo propio de participación de cada una de esas edades consecutivas en el destino general, indispensable aunque provisional, que, según nuestra teoría dinámi­ca, corresponde al estado teológico en la evolución fundamental de la humani­dad, época en que esta filosofía primitiva, a pesar de sus grandes dificultades y gracias a su admirable espontaneidad, es la única capaz de determinar el pri­mer despertar de las diversas facultades intelectuales, morales y políticas que constituyen la permanencia de nuestra especie, y de dirigir su desarrollo hasta que comience a ser posible el estado definitivo.(...)
Conforme a este resumen general, nuestra apreciación histórica del con­junto del pasado humano constituye evidentemente una verificación decisiva de la teoría fundamental de evolución que he fundado y que—me atrevo a decir—está tan plenamente demostrada como ninguna otra ley esencial de la filosofía natural. Desde los comienzos de la civilización hasta la situación pre­sente de los pueblos más adelantados, esta teoría nos ha explicado, sin incon­secuencia y sin pasión, el verdadero carácter de las grandes fases de la humani­dad, la participación propia de cada una de ellas en la eterna elaboración co­mún y su exacta filiación, poniendo así unidad perfecta y rigurosa conti­nuidad en ese inmenso espectáculo donde se ve de ordinario tanta confusión e incoherencia. Una ley que ha podido llenar suficientemente tales condiciones no puede pasar por un simple juego del espíritu filosófico y contiene efectiva­mente la expresión abstracta de la realidad general. Tal ley puede, pues, ser empleada ahora, con seguridad racional, en unir el conjunto del porvenir con el del pasado, a pesar de la perpetua variedad que caracteriza la sucesión so­cial, cuya marcha, sin ser periódica, se halla referida a una regla constante que, casi imperceptible en el estudio aislado de una fase demasiado circunscri­ta, resulta profundamente irrecusable cuando se examina la progresión total. El uso gradual de esta gran ley nos ha conducido a determinar, al abrigo de to­do arbitrio, la tendencia general de la civilización actual, señalando con rigu­rosa precisión el paso ya alcanzado por la evolución fundamental; de donde resulta la indicación necesaria de la dirección que hay que imprimir al movi­miento sistemático para hacerle converger exactamente con el movimiento es­pontáneo. Hemos reconocido claramente que lo más selecto de la humanidad, después de haber agotado las fases sucesivas de la vida teológica y aun los di­versos grados de la transición metafísica llega ahora al advenimiento directo de la vida plenamente positiva, cuyos principales elementos han recibido ya la necesaria elaboración parcial y no esperan más que su coordinación general para constituir un nuevo sistema social, más homogéneo y estable que jamás pudo serlo el sistema teológico, propio de la sociabilidad preliminar. Esta ind­ispensable coordinación deber ser, por su naturaleza, primero intelectual, después moral y finalmente política, ya que la revolución que se trata de consumar proviene, en último análisis, de la tendencia del espíritu humano a ree­mplazar el método filosófico propio de su infancia, por el que conviene a su madurez. Toda tentativa que no se remonte hasta esta fuente lógica, será imp­otente contra el desorden actual, que sin duda alguna, es ante todo mental. Pero, bajo este aspecto fundamental, el simple conocimiento de la ley de evo­lución viene a ser el principio general de tal solución, estableciendo entera armonía en el sistema total de nuestro entendimiento, por la universal prepond­erancia así procurada al método positivo, tras su extensión directa e irrevo­cable al estudio racional de los fenómenos sociales, los únicos que hasta hoy no han sido suficientemente interpretados por los espíritus más avanzados. En segundo lugar, este extremo cumplimiento de la evolución intelectual tiende a hacer prevalecer en adelante el verdadero espíritu de conjunto y, por tanto, el verdadero sentimiento del deber, a él unido por naturaleza, conduciendo así naturalmente a la regeneración moral. Las reglas morales no peligran hoy sino por su adherencia exclusiva a concepciones teológicas justamente desacreditadas; ellas tomarán irresistible vigor cuando estén convenientemente enlazadas con nociones positivas generalmente respetadas. Finalmente, bajo el aspecto político, es análogamente indudable que esta íntima renovación de las doctri­nas sociales no se cumpliría sin hacer surgir, por su ejecución misma, del seno de la anarquía actual, una nueva autoridad espiritual que, después de haber disciplinado las inteligencias y reconstruido las costumbres, se convertirá pacíficamente, en toda la extensión del Occidente europeo, en la primera base esencial del régimen final de la humanidad. Resulta así que la misma concepc­ión filosófica que, aplicada a nuestra situación, aclara en ella la verdadera naturaleza del problema fundamental, proporciona espontáneamente, en to­do sentido, el principio general de la verdadera solución y caracteriza así la marcha necesaria de ella.

Metodología de las ciencias sociales
(Curso de filosofía positiva, lección 48)
Una marcha gradual nos conduce a la apreciación directa de esta última parte del método comparativo que debo distinguir, en sociología, con el nombre de método histórico, propiamente dicho, en el que reside esencial­mente, por la naturaleza de tal ciencia, la única base fundamental en que real­mente puede descansar el sistema de la lógica positiva.
La comparativa histórica de los diversos estados consecutivos de la huma­nidad no es el único artífice científico de la nueva filosofía política; su des­arrollo racional formará también directamente el fondo mismo de la ciencia en todo sentido. Precisamente en esto debe distinguirse la ciencia sociológica de la biológica propiamente dicha, como explicaré con detalles en la lección si­guiente. En efecto, el principio positivo de esta indispensable separación filo­sófica resulta de cierta influencia de las diversas generaciones humanas sobre las generaciones siguientes, la cual, gradual y continuamente acumulada, aca­ba por constituir la consideración preponderante del estudio directo del des­arrollo social. Hasta que tal preponderancia no es reconocida, este estudio positivo de la humanidad debe parecer racionalmente un mero prolongamien­to espontáneo de la historia natural del hombre. Pero este carácter científico, muy conveniente si se limita a las primeras generaciones, se borra cada vez más a medida que la evolución social se manifiesta, y debe transformarse fi­nalmente, cuando el movimiento humano esté bien establecido, en un carácter nuevo, directamente propio de la ciencia sociológica, en que deben prevalecer las consideraciones históricas. Aunque este análisis histórico no parece desti­nado, por su naturaleza, más que a la sociología dinámica, es, sin embargo, indudable que alcanza al sistema entero de la ciencia, sin distinción de partes, en virtud de su perfecta solidaridad. Además de que la dinámica social consti­tuye el principal objeto de la ciencia, se sabe—como antes expliqué—que la estática social es, en el fondo, racionalmente inseparable de ella, a pesar de la utilidad real de tal distinción especulativa, ya que las leyes de la existencia se manifiestan sobre todo durante el movimiento.
No sólo desde el punto de vista científico propiamente dicho debe el uso preponderante del método histórico dar a la sociología su principal carácter fi­losófico, sino también, y quizá de un modo más pronunciado, bajo el aspecto puramente lógico: en efecto, se debe reconocer—como estableceré en la lec­ción siguiente—que, con la creación de esta nueva rama esencial del método comparativo, fundamental, la sociología perfeccionará también a su vez, si­guiendo un modo exclusivamente reservado a ella, el conjunto del método po­sitivo, en beneficio de toda la filosofía natural, con tal importancia científica que apenas puede ser hoy entrevista por los demás claros espíritus. Desde aho­ra, podemos señalar que este método histórico ofrece la verificación más na­tural y la aplicación más extensa de ese atributo característico que hemos de­mostrado anteriormente en la marcha habitual de la ciencia sociológica, y que consiste sobre todo en proceder del conjunto a los detalles.
Finalmente, hay que notar aquí, en el aspecto práctico, que la preponde­rancia del método histórico en los estudios sociales tiene también la feliz pro­piedad de desarrollar espontáneamente el sentimiento social, poniendo en ple­na evidencia directa y continua este necesario encadenamiento de los diversos acontecimientos humanos que nos inspira hoy, aun hacia los más lejanos, un interés inmediato, recordándonos la influencia real que ha ejercido en el advenimiento gradual de nuestra propia civilización. Conforme a la bella ob­servación de Condorcet, ningún hombre culto pensará ahora, por ejemplo, en las batallas de Maratón o Salamina, sin apreciar enseguida las importantes consecuencias de ellas para los destinos actuales de la humanidad. sería inútil insistir más sobre tal propiedad que recibirá durante todo el volumen una aplicación continua explícita y, aun más, implícita. No es necesaria demostra­ción formal alguna para comprobar la aptitud espontánea de la historia para destacar la intima subordinación general de las diversas edades sociales. Sólo importa, a este respecto, no confundir tal sentimiento de la solidaridad social con el interés simpático que deben excitar todos los aspectos de la vida huma­na y aun meras ficciones análogas. El sentimiento de que aquí se trata es a la vez más profundo—por resultar personal en cierto modo—y más reflexivo —como resultante sobre todo de una convicción científica—, por lo que no se­rá convenientemente desarrollado por la historia vulgar en el estado puramen­te descriptivo; pero si lo será, y exclusivamente, por la historia racional y posi­tiva tomada como ciencia real y que dispone el conjunto de los aconteci­mientos humanos en series coordinadas donde se muestra con evidencia su en­cadenamiento gradual.
Terminando esta previa apreciación general del método histórico pro­piamente dicho, como constitutivo del mejor modo de exploración sociológi­ca, hay que subrayar que la nueva filosofía política, consagrando, tras un libre examen racional, las antiguas indicaciones de la razón pública, restituye a la historia la total plenitud de sus derechos científicos para servir de base in­dispensable a las especulaciones sociales, a pesar de los sofismas, demasiado acreditados aún, de una vana metafísica que tiende a desentenderse, en política, de toda consideración amplia del pasado.

El progreso social
(Curso de filosofía positiva, lección 47)
Los filósofos de la antigüedad, faltos de observaciones políticas suficiente­mente completas y extensas, carecieron de toda idea de progreso social. Nin­guno de ellos pudo sustraerse a la tendencia, entonces tan universal como es­pontánea, de considerar al estado social de su tiempo como radicalmente infe­rior al de tiempos anteriores. Esta disposición era natural y legitima, ya que la época de estos trabajos filosóficos coincidía esencialmente—como explicaré después—con la de la necesaria decadencia del régimen griego o romano. Y esta decadencia, constituye un verdadero progreso como preparación indis­pensable para el régimen más avanzado de tiempos posteriores, no podía ser juzgada así por los antiguos, bien ajenos a sospechar tal sucesión. He indicado ya, en la lección precedente, el primer esbozo de la noción o, mejor, del senti­miento de progreso de la humanidad como atribuible al cristianismo, que, al proclamar la superioridad fundamental de la ley de Jesús sobre la de Moisés, había formulado la idea, hasta entonces desconocida de un estado más perfec­to que reemplazaba definitivamente a otro menos perfecto, que, a su vez y tiempo, había sido también indispensable. Aunque el catolicismo no haga así más que servir de órgano general al desarrollo natural de la razón humana, es­ta preciosa labor no dejará de constituir para los ojos imparciales de los verda­deros filósofos uno de sus más bellos titulas, merecedores de eterno reconoci­miento. Pero, independientemente de los graves inconvenientes de misticismo y vaga oscuridad, inherentes a todo empleo insuficiente para constituir un Concepto científico del progreso social, pues éste se hallaba cerrado por la fór­mula misma que le proclama, por estar entonces irrevocablemente limitado del modo más absoluto, al advenimiento del cristianismo, más allá del cual la humanidad no podría dar un paso. Pero, estando ya, y para siempre, agotada la eficacia social de toda filosofía teológica, es evidente que esta concepción presenta para el porvenir un carácter esencialmente retrógrado confirmando una irrecusable experiencia que no cesa de cumplirse ante nuestros ojos. Ob­servando científicamente se ve que la condición de continuidad constituye un elemento indispensable de la noción definitiva del progreso de la humani­dad, noción que resultaría impotente para dirigir el conjunto racional de las especulaciones sociales, si representase al progreso como limitado por natura­leza a un estado determinado, ya hace tiempo logrado.
Por todo ello se ve que la verdadera idea de progreso, parcial o total, per­tenece necesaria y exclusivamente a la filosofía positiva, a la que ninguna otra podría suplantar en tal sentido Sólo esta filosofía podrá descubrir la verdade­ra naturaleza del progreso social, es decir, caracterizar el término final, jamás realizable, hacia el que tiende a dirigir a la humanidad, y hacer conocer a la vez la marcha general de este desarrollo gradual. Tal atribución es ya clara­mente verificada por el origen totalmente moderno de las únicas ideas de progreso continuo que tienen hoy un carácter verdaderamente racional y que se refiere sobre todo al desarrollo efectivo de las ciencias positivas, de donde aquellas se derivan. La primera muestra satisfactoria del progreso general per­tenece a un filósofo esencialmente dirigido por el espíritu geométrico, cuyo desarrollo, como tan frecuentemente he explicado, debía preceder al de todo otro modo más complejo del espíritu científico. Pero, sin asignar a esta obser­vación personal una importancia que el sentimiento del progreso de las cien­cias es el único que pudo inspirar a Pascal este admirable aforismo fundamen­tal: «Toda la sucesión de los hombres durante la larga serie de siglos debe ser considerada como un solo hombre, que subsiste siempre y que aprende conti­nuamente.» ¿Sobre qué otra base podía reposar antes tal noción? Cualquiera que haya sido la eficacia de esta primera visión, es preciso reconocer que las ideas de progreso necesario y continuo no han comenzado a adquirir verdade­ra consistencia filosófica ni a reclamar la atención pública sino a raíz de la me­morable controversia del siglo anterior sobre la comparación general entre los antiguos y los modernos. Esta discusión solemne, cuya importancia ha sido hasta aquí poco apreciada, constituye, a mi entender, un verdadero aconteci­miento en la historia de la razón humana, que por primera vez se abrevia a proclamar así su progreso. No es necesario subrayar que el espirito científico era el principal animador de los jefes de este gran movimiento filosófico, y constituía toda la fuerza real de su argumentación general, a pesar de la direc­ción viciosa que tenia en otros sentidos; hasta se ve que sus más ilustres adver­sarios por una contradicción bien decisiva, proclamaban preferir el carte­sianismo a la antigua filosofía.
Por sumarias que sean tales indicaciones, bastan para caracterizar irrecu­sablemente el origen de nuestra noción fundamental del progreso humano, que, espontáneamente nacido del desarrollo gradual de las diversas ciencias positivas, aún halla hoy en ellas sus fundamentos más firmes. En el último siglo esta gran noción ha tendido a abarcar cada vez más el movimiento político de la sociedad, extensión final que, como antes indiqué, no podía ad­quirir verdadera importancia propia hasta que el enérgico impulso determina­do por la revolución francesa manifestase profundamente la tendencia nece­saria de la humanidad hacia un sistema político poco caracterizado aún, pero desde luego radicalmente diferente del sistema antiguo. Sin embargo, por in­dispensable que haya sido tal condición preliminar, está muy lejos de ser sufi­ciente, ya que, por su naturaleza, se limita esencialmente a dar una simple idea negativa del progreso social. Sólo a la filosofía positiva, convenientemente completada por el estado de los fenómenos políticos, corresponde acabar lo que sólo ella comenzó, representando en el orden político, igual que en el científico, la serie integra de las transformaciones anteriores de la humanidad, como evolución necesaria y continua de un desarrollo inevitable y espontáneo cuya dirección final y marcha general están exactamente determinadas por le­yes plenamente naturales. El impulso revolucionario, sin el que este gran tra­bajo hubiera sido ilusorio y aun imposible, no podría anularle en sentido algu­no. Hasta es evidente, como expliqué en el capítulo anterior, que una prepon­derancia demasiado prolongada de la metafísica revolucionaria tiende, por di­versos modos, a estorbar la sana concepción del progreso político. Sea como fuere, no hay que extrañarse ahora si la noción general del progreso social per­manece aún vaga y oscura y, por tanto, incierta. Las ideas son todavía dema­siado poco avanzadas a este respecto para poder evitar que una confusión ca­pital que debe parecer a los científicos extremadamente grosera, domine habi­tualmente a la mayoría de los espíritus actuales: me refiero a ese sofisma uni­versal, que las menores nociones de filosofía matemática deberían resolver en seguida, y que consiste en tomar un crecimiento continuo por un crecimiento ilimitado, sofisma que, para vergüenza de nuestro siglo, sirve casi siempre de base a las estériles controversias que diariamente se reproducen acerca de la te­sis general del progreso social.

Conciliación positiva del orden y el progreso
(Discurso sobre el espíritu positivo)
Por lo pronto, no se puede desconocer la aptitud espontánea de tal filosofía para constituir directamente la conciliación fundamental, tan en va­no buscada aún, entre las exigencias simultáneas del orden y del progreso, ya que le basta para ello extender a los fenómenos sociales una tendencia plena­mente conforme a su naturaleza y que ha hecho ahora muy familiar en los de­más casos esenciales. En un tema cualquiera, el espirito positivo conduce siempre a establecer una exacta armonía elemental entre las ideas de existencia y las de movimiento, de donde resulta, más especialmente para los cuerpos vi­vos, la correlación permanente de las ideas de organización con las de vida, y luego, por una última especialización propia del organismo social, la solidari­dad continua de las ideas de orden con las de progreso. Para la nueva filosofía, el orden constituye la condición continua y fundamental del progre­so; y, recíprocamente, el progreso viene a ser el objeto necesario del orden: igual que en la mecánica animal, el equilibrio y el progreso son mutuamente indispensables, como fundamento o como destino.
Especialmente considerado en cuanto al orden, el espíritu positivo le pre­senta hoy, en su extensión sociales poderosas garantías directas, no sólo científicas, sino también lógicas, que podrán juzgarse pronto como muy supe­riores a las vanas pretensiones de una teología retrógrada, cada vez más dege­nerada, desde hace siglos, en activo elemento de discordias individuales o na­cionales, e incapaz de contener las futuras divagaciones subversivas de sus propios adeptos. Atacando al desorden actual en su verdadero origen, necesa­riamente mental, reconstruye, todo lo profundamente que puede, la armenia lógica, regenerando los métodos antes que las doctrinas por triple y simultá­nea conversión de la naturaleza de las cuestiones dominantes, del modo de tra­tarlas y de las condiciones previas de su elaboración.
Otro tanto ocurre, y con más evidencia aún, respecto al progreso, que, a pesar de las vanas pretensiones ontológicas, halla hoy su más indiscutible ma­nifestación en el conjunto de los estudios científicos. Conforme a su naturale­za absoluta y, por tanto, esencialmente inmóvil, la metafísica y la teología no podrán experimentar, apenas una más que la otra, un verdadero progreso, es decir, un avance continuo hacia un fin determinado. Sus transformaciones históricas consisten sobre todo, al contrario, en un creciente desuso, mental o social, sin que los temas debatidos hayan podido nunca dar un paso real, por razón misma de su radical insolubilidad.
Esta doble indicación de la aptitud fundamental del espíritu positivo para sistematizar espontáneamente las sanas nociones del orden y del progreso bas­ta aquí para señalar someramente la alta eficacia social propia de la nueva filosofía general. Su valor, en este aspecto, depende sobre todo de su plena re­alidad científica, o sea, de la exacta armenia que establece siempre y en el gra­do posible entre los principios y los hechos, tanto para los fenómenos sociales como para todos los demás.

Auguste Comte: Discurso sobre el espíritu positivo. Madrid: Aguilar.
Renè Hubert: Comte. Selección de textos. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

¿Qué es Ilustración? - Emmanuel Kant

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas —cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto conductor de la Iglesia— como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.
Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el siglo de Federico”.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

Kant: Filosofía de la Historia. Ed. Nova. Buenos Aires.